martes, 14 de julio de 2009

Me gusta vivir aquí, pero soy una ciudadana del mundo

Carolina vino a Euskadi por amor; tan sencillo y tan complejo como eso. En Colombia tenía su vida y, aunque se había planteado estudiar fuera, no imaginó que iba a emigrar. «He viajado mucho y hasta viví un año en Londres, pero esto fue diferente. Aquí llegué por casualidad, destino y amor», dice como anticipo de una «historia de novela».
Tiene razón cuando lo afirma: su historia es para novelar. Pero en lugar de mantener el suspense, añadirle intriga o generar tensión, aquí vamos a darle la vuelta y a empezar por el final. Carolina se casó con su amor platónico de la infancia; un chico al que miraba de lejos mientras practicaba deporte en la escuela. Luego la vida los separó en distintos momentos, pero también supo hacer que se reencontraran. Tanto es así que, cuando decidieron casarse, no celebraron una boda, «sino cuatro». Perdón... ¿cuántas? «Cuatro», repite entre risas esta joven colombiana que llegó a Euskadi hace un lustro con la ilusión de ver mundo.
Sentada en la terraza de un céntrico café, Carolina Aristizábal Uribe se dispone a compartir su historia. Sus apellidos llaman la atención. ¿De verdad ha nacido en Colombia? Esa es la pregunta que, según cuenta, más le hacen los bilbaínos. «Mis cuatro apellidos son vascos -desvela-, aunque yo no lo tenía tan claro hasta que llegué aquí. Lo que sucede es que en Antioquia, el municipio donde yo vivía, la inmigración vasca es muy fuerte. La mayor parte de la población tiene ascendencia en Euskadi», precisa.
Y es que Colombia, como bien apunta, es un crisol de culturas y etnias; un «país heterogéneo y variado» que no se corresponde con el estereotipo que suele proyectar.
En esa misma línea, el proyecto migratorio de esta joven tiene muy poco que ver con el común denominador de la necesidad. «Yo vine al País Vasco porque aquí estaba viviendo mi marido. Él también es colombiano y había llegado mucho antes a Bilbao. Le trajeron desde allá para que formase parte de un proyecto que, en principio, iba a durar seis meses -detalla la joven-, pero el tiempo fue pasando y se quedó».
Lo singular es que, cuando él vino, no sólo no estaban casados sino que, además, ni siquiera eran novios. «Habíamos ido al mismo colegio cuando éramos niños y yo siempre lo miraba, pero como él era más grande, no me hacía ni caso -recuerda divertida-. Poco después me cambié de escuela y, durante muchos años, le perdí la pista».
Sin embargo, tenían amigos en común y volvieron a encontrarse cuando eran universitarios. Eso sí, tuvo que pasar más tiempo para que la relación se consolidara. «Nos vimos una vez más, de casualidad, en Colombia. Él estaba allí de vacaciones, porque ya vivía en Vizcaya, y fue un flechazo. Empezamos a salir y, cuando él volvió para aquí, la relación siguió a distancia», explica Carolina.
Las bodas, los amigos
En 2003 vino por primera vez a verlo. «Pasamos unas semanas estupendas y aprovechamos también para recorrer otros países de Europa», dice ella que, ya entonces, tenía idea de venir a estudiar. «Siempre me había planteado hacer el posgrado en Barcelona, pero como él estaba aquí, decidí hacer el master en Deusto». Y, de paso, casarse. «La primera boda fue por poderes. La segunda fue aquí, y de sorpresa, organizada por los amigos de mi marido. La tercera fue en Colombia, con las familias de ambos y los amigos de allí. Y la cuarta fue más íntima, en la iglesia, con nuestros padres y el sacerdote», enumera Carolina con una capacidad de síntesis sorprendente.
«Los amigos vascos han sido muy importantes -reflexiona-. Tanto los compañeros de trabajo de mi marido como los míos son personas excepcionales que nos han acogido muy bien. Me considero muy afortunada ya que, cuando vine, estaba todo hecho: la casa puesta, la vida armada... Muchos vienen sin nadie ni nada, sin un proyecto fijo ni herramientas para desenvolverse. Eso sí que es duro. Yo estoy aquí porque quiero y me gusta, no por obligación, así que me siento una ciudadana del mundo. Por eso es importante trabajar para la integración real», dice Carolina, que ahora mismo forma parte del equipo que coordina el Festival Gentes del Mundo, que se inaugura el próximo 14 de septiembre.

Tomado de: Laura Caorsi, El Correo Digital, Bilbao, 2009

jueves, 9 de julio de 2009

Poema al tiple de Jorge Robledo Ortiz

En esa caja de madera frágil, de cintura de mujer y
anatomía de violín maicero, está el proceso anímico
de una raza invencible, de un pueblo nacido para la
grandeza, para la conquista y el triunfo.

Un tiple fue el compañero de nuestros abuelos cuando
se aventuraron en la selva a sembrar caseríos y a descuajar
el porvenir. En sus cuerdas está la historia de todos los maizales
de Antioquia y del Quindío, de los cafetales que crecen a la sombra
de los yarumos y de las chapoleras en flor; de los arrieros de Bolívar
y del Cauca, de Anserma y de Sonsón, de esos hombres
que se enfrentaban al monte y al camino sin otras armas que un
escapulario, un corazón sin miedo y una frente limpia como sus
apellidos de ascendencia vasca.

Por las cuerdas de un tiple descendían los mineros al
socavón para arrancarle a las entrañas de la tierra
el oro para la argolla de la amada y el resplandor
para la custodia de la iglesia campesina.

Un tiple ha sido el consejero inseparable de nuestros
ingenieros. Ellos saben que antes de nivelar el teodolito,
es preciso apretar las clavijas de ese instrumento que
les ha de recordar la buena fe, el cumplimiento, la
responsabilidad y la entereza de unos viejos cuya palabra
valía más que una escritura.

Cuando un tiple suena, el alma tiene temple de virilidad
y las manos que lo rasgan son callosas y los ojos son
firmes y el gesto es resuelto y el amor es sincero.
Para que un tiple suene con su sabor de casta, es preciso que
esté respaldado por diez generaciones de hachas, que se
estremezca con el recuerdo del abuelo y que se conozca de
memoria todos los senderos de arriería, todas las fondas
camineras, las fatigas del trabajo y las alegrías y penas del amor.

El tiple que descansa en un clavo y recuesta su carga de
bambucos a la blanca pared de la casita campesina, tiene
nuestro mismo apellido y se sabe los nombres de nuestros
seres queridos. Cuando lo tomamos en las manos, nos
parece que acariciamos el cofre de la abuela; la trenza
sin pecado de una novia lejana que se peinaba con la misma
loción con que se peinan la yerbabuena y el tomillo; el rústico
bastón que servía a nuestro padre para apoyar su buena voluntad
y la paz de esas horas en las que Dios llenaba todos los rincones
del alma y la vida era simple y abierta como los corredores,
por donde se entraba el crepúsculo en busca de canciones.

En el tiple están los sueños de los hijos, la juguetona
inexperiencia de los nietos, la oración de la madre, el
retorno del hermano mayor, el canto de un río que se quedó
en la infancia, la copla del arriero, la madrugada de los surcos,
las noches que en Titiribí copaban los socavones para jugarse
al dado una constelación y las serenatas que servían de prólogo
a un nuevo hogar honrado, con manteles humildes, con pan en
abundancia y con la fe colgada como una hamaca entre el crucifijo y los maizales.

Tomado de: David Puerta Zuluaga, Los caminos del tiple, Bogotá, El Tiempo, 1985

sábado, 4 de julio de 2009

La gente cree que soy un reintegrado reciente

Su apellido engaña. Ricardo Aristizabal no es vasco. Nació en Medellín (Colombia) hace 40 años y pisó Euskadi por primera vez en 1991. «¿La gente cree que soy un reintegrado reciente! Suelen confundir mis orígenes». Y se explica: «Había acabado la carrera y me vine para ver qué tal se vivía por aquí, casi de excursión. Mi intención era quedarme un año y luego regresar, pero...». Pero no lo hizo. Fijó su residencia en Vitoria y se metió en política. Los últimos cuatro años ha ejercido como apoderado en las Juntas Generales de Álava y ahora aspira a convertirse en concejal en la pequeña localidad alavesa de Asparrena. Es el número dos en las listas del PSE, que pretende desbancar a EA de la casa consistorial de este municipio agrícola y ganadero.

Aristizabal se gana la vida como arquitecto. Casado y sin hijos, ya intentó el asalto a la Alcaldía de Asparrena en 2003, pero EA se llevó el gato al agua. «Me faltaron unos pocos votos. A ver si ahora tengo más suerte». Este colombiano amable y de habla exquisita, se convirtió en español en 1994 -«tres años después de mi llegada»- y siempre estuvo ligado a los movimientos sociales. Un día le picó el gusanillo, «me interesaba mucho el panorama político vasco», y decidió dar un paso adelante. «Me hice militante del PSE. ¿Por qué? Porque sus ideas se acercan a mis convicciones». Si sale elegido esta vez, promete que se volcará con el tema del agua, el medio rural y los transportes. «Qué le voy a hacer, la política es mi vocación».

Cuando se le pregunta por la posibilidad de que voten los residentes extracomunitarios en las elecciones municipales, Aristizabal responde con un sí 'matizado'. «Estoy a favor de que lo hagan, pero habría que poner una serie de criterios y límites. ¿Sólo en las locales o también en las autonómicas? Habría que trabajar en este terreno».

Tomado de: El Correo Digital, Bilbao, 2007

Zorionak Eta Urte Berri On (2022)

¡Zorionak guztioi Antioquiatik, lagun maiteok!