sábado, 20 de junio de 2009

Dos monjes navarros en Antioquia

Dos niños corren alegres sobre el irregular empedrado de uno de esos pueblitos navarros del norte de España, cuya pobreza secular mantuvo congeladas en el tiempo las viejas construcciones de inspiración campesina y convirtió a esas villas, décadas más tarde, en excepcionales lugares de solaz turístico.

Los viajeros de la Unión Europea de hoy, que se recrean en la sencillez arquitectónica de esos añejos edificios, sobrevivientes a la fulgurante modernización española de finales del milenio, no tienen cómo percibir los dramas cotidianos que se desarrollaban en tan bucólica simplicidad en la época que nos interesa, los comienzos del siglo XX. Nosotros tampoco tenemos cómo penetrar en la bruma de los tiempos, pero sí podemos imaginar alguna de esas escenas con la ayuda de esos relatos que el padre José María dejaba escapar del armario de sus recuerdos en algún momento de su, al mismo tiempo, dolorosa y reconfortante nostalgia.

Ángel y Pepe desafían con sus pantalones cortos el casi glacial frío decembrino, y recorren las calles del pueblo saltando y riendo, aferrando fuertemente contra su pecho los víveres recién comprados por encargo de sus madres en la única carnicería del lugar. De repente el infantil y despreocupado regocijo es interrumpido por un estruendoso llamado que resuena desde el interior de una rústica edificación, en la que al parecer se trabaja la madera, a juzgar por el aserrín y los restos acumulados en el portal del establecimiento.

¡Pepe! ¡Pepe!, insiste con retintín de regaño y algo de furia la fuerte voz que inunda toda la calle sin sorprender a nadie al parecer, pues los vecinos ya están acostumbrados al vozarrón de su vecino, el carpintero. A Pepe, sin embargo, se le congela la columna vertebral al escuchar la voz de su padre y sus rodillas desnudas y casi moradas por el frío comienzan a temblar sin obedecer a su amo.

Ante los nuevos y más conminatorios llamados, es Ángel quien reacciona y con la fuerza de sus escasos siete añitos arrastra a Pepe hacia la puerta de la carpintería y bombardea al furibundo carpintero con una perorata interminable sobre cualquier tema, haciendo tiempo para que su amiguito recobre la compostura y pueda responder adecuadamente al imperativo llamado.

El robusto carpintero, que resopla como un fuelle, con la cara enrojecida por el esfuerzo del martilleo y por su connatural impaciencia, apenas sí atiende la retahíla infantil y dialéctica de Ángel. Mira con rostro torvo al asustado Pepe, quien al final toma aliento y comienza a contestar al sempiterno interrogatorio. Con una mirada de lechuza expectante, propia de su temperamento conciliador, Ángel finalmente calla y se limita a atender el diálogo entre padre e hijo en perfecto silencio.

En su mente repite las preguntas y respuestas que se sabía de memoria antes de que los dialogantes las pronunciaran, sobre por qué no había contestado rápido a su llamado, qué estaba haciendo por ahí perdiendo el tiempo en lugar de ayudarle en la carpintería, o por qué había comprado el chorizo tal o cual, que él siempre le había dicho a su endiabladamente terca mujer que era menos bueno o más caro o cualquier otra cosa.

Terminado el interrogatorio, que como siempre se cierra con un inflexible “vete a casa que ya hablaremos durante la comida”, los dos niños salen disparados hacia la primera esquina que les permite desaparecer del espacio visual del temperamental hombre y se alejan suficientemente para dejar de oír el incesante martilleo. En este momento Pepe recobra su alegría, aunque de su rostro no alcanza a borrarse cierta dureza que, a partir de esta época de su vida, lo acompañará durante el resto de su vida. Pepe duda entre obedecer a su padre e irse a casa o acompañar a Ángel al barrio más pobre del pueblo para ser testigo de sus habituales acciones de caridad, en las que a veces participa.

Ángel observa con atención la lucha ética que atormenta a su amiguito, que tensiona aún más su adusto rostro, hasta que se decide por arrastrarlo, casi a la fuerza, para evitarle la culpa de la decisión. Al llegar al marginal barrio, donde la pobreza se evidencia por el mal cuidado de las viviendas y el terrible estado de las ropas de sus habitantes, Ángel se sienta con naturalidad en la primera escalinata que encuentra, introduce su mano por entre un orificio de su camisa y, como si de un acto de magia se tratara, van apareciendo en su mano trozos pequeños de morcillas, chorizos recortados y colgajos de grasa. Ángel los reparte con inmensa alegría entre los niños que se acercan para recibir ese maná venido de tan singulares manos, y luego corren hacia sus madres para entregarles el increíble tesoro.

El pequeño José María es incapaz de robar un trozo de chorizo para los pobres, cosa que en el código ético de Ángel no genera ni la más mínima objeción, pero lo acompaña siempre que va a la carnicería para ver cómo logra sacar del carnicero, por cada una de las compras que hace, un extra que introduce en un envoltorio separado para los pobres.

También sabe que si por él fuera dejaría morir de hambre a la familia con tal de satisfacer a los más necesitados, y que no asalta totalmente el envoltorio de viandas familiares solo por la preocupación de ser eximido de recadero en lo sucesivo y perderse del mayor placer de su vida.

José María observa en silencio la escena, fascinado sobre todo por la alegría de su amiguito, quien al terminar de vaciar el paquete no resiste la tentación de echar mano de las viandas de su propia familia para satisfacer a los dos últimos pidientes de la fila con dos pequeños trozos de chorizo, arrancados a mansalva de una pieza completa.

De reojo observa la cara escéptica de Pepe, quien no comparte esas ligerezas con los bienes familiares. Tras un breve silencio e intercambio de miradas, los dos estallan en carcajadas y se van de la mano por las calles.

Unos años más tarde, el pequeño José María se empeñó en ser religioso, lo cual acabó con la poca paz que existía en el hogar, pues su padre se negó a aceptar tal vocación. El pobre hombre había luchado tantos años para aprender el oficio de la madera y hacerse a una clientela, que le parecía una ofensa de su hijo no querer continuar su labor, sobre todo teniendo en cuenta que era el único hijo varón. Pero José María, una vez transformado en adolescente, mostró haber heredado la tozudez de su padre y aunque enrojecía hasta el extremo cada vez que lo desafiaba, no vaciló en hacer frente a sus bravuconadas y reafirmó su propósito de hacerse monje benedictino.

En Medellín, el padre José María Berrío fue conocido por décadas como el prefecto de bachillerato que hizo del colegio benedictino un modelo de educación muy aplaudido por varias generaciones de padres de familia, gracias al estricto sentido de la disciplina y del deber que lo caracterizaban.

En el recuerdo de quienes pasaron allí su adolescencia persiste seguramente esa imagen férrea de un monje de hábito negro que dominaba con su muda presencia todos los escenarios posibles de la vida escolar, y a quien no se le escapaba la más mínima transgresión a las normas por los centenares de varones que tenía a su cargo. Sus sanciones eran inevitables, incondonables y sobre todo efectivas.

Logró convertir el autoritarismo heredado de su padre en un instrumento moderado de formación escolar al estilo del siglo pasado. El padre José María reflejaba mejor que nadie esa España autoritaria, adolorida y bastante fatalista de entonces, a la que un buen día había abandonado para salvarse de una muerte segura en el antiguo monasterio castellano en el que le tocó vivir en plena época de la pobreza española de posguerra, soportando mucho frío, y a veces, hambre.

Jamás quiso regresar a su tierra natal, más que como un viajero siempre deseoso de volver pronto a su país, “Colombia”, como solía decir con tono contundente cuando alguien le recordaba su origen foráneo. En las cálidas tardes antioqueñas, contaba a sus alumnos cómo en invierno el agua se congelaba en las cañerías, y cómo unos monjes sin recursos trataban de salvar de la ruina un antiguo monasterio, educando con grandes dificultades a los niños del pueblo vecino.

Pocos conocen la evolución ideológica de José María, que pasó de ser un monárquico carlista en España a un partidario de la Teología de la Liberación en Medellín, cuando estudió teología para hacerse padre; de ser un fiel difusor de los cánones de la moral sexual del catolicismo a un decidido defensor de las libertades humanas en todos los campos; de ser un obediente monje de la era franquista a convertirse en un abierto crítico de algunas decisiones de la iglesia católica.

El pequeño Ángel también se hizo monje. El hermano Ángel mantuvo hasta cuando pudo su pasión por los pobres y especialmente su obsesión por satisfacer las necesidades alimenticias de los desposeídos, por encima incluso de los reglamentos monásticos. De ello fueron testigos quienes estudiaron en el Colegio de la comunidad benedictina, en el que los viejos amigos de la infancia, Pepe y Ángel, compartieron muchos años juntos, el uno como prefecto de bachillerato y el otro como portero del monasterio y del colegio.

Literalmente, el hermano Ángel robaba comida de la cocina para repartir a los pobres que llegaban todas las mañanas a su portería. Dos años antes de que muriera un ex alumno fue a visitar al hermano Ángel al monasterio de Montserrat, a donde se retiró para pasar su vejez. Como siempre rebozaba felicidad y continuaba hablando a una velocidad que hacía casi imposible entender lo que decía, el “hermano metralleta”, como le decían en el colegio por su extraña dicción, se dolía sin embargo de dos cosas.

La primera, la muerte de Pepe. La segunda, el hecho de que en esa Cataluña próspera en la que estaba viviendo no existieran pobres para quienes robar alimentos de la despensa del monasterio, mientras que sus pobres de Colombia seguramente seguían con hambre.

Publicado por: David Roll, profesor de la Universidad Nacional. Incluidos en el libro "Iberoamérica soy yo: relatos de migración". Publicado por la Universidad Sergio Arboleda y la Universdad de Salamanca.

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