En esa caja de madera frágil, de cintura de mujer y
anatomía de violín maicero, está el proceso anímico
de una raza invencible, de un pueblo nacido para la
grandeza, para la conquista y el triunfo.
Un tiple fue el compañero de nuestros abuelos cuando
se aventuraron en la selva a sembrar caseríos y a descuajar
el porvenir. En sus cuerdas está la historia de todos los maizales
de Antioquia y del Quindío, de los cafetales que crecen a la sombra
de los yarumos y de las chapoleras en flor; de los arrieros de Bolívar
y del Cauca, de Anserma y de Sonsón, de esos hombres
que se enfrentaban al monte y al camino sin otras armas que un
escapulario, un corazón sin miedo y una frente limpia como sus
apellidos de ascendencia vasca.
Por las cuerdas de un tiple descendían los mineros al
socavón para arrancarle a las entrañas de la tierra
el oro para la argolla de la amada y el resplandor
para la custodia de la iglesia campesina.
Un tiple ha sido el consejero inseparable de nuestros
ingenieros. Ellos saben que antes de nivelar el teodolito,
es preciso apretar las clavijas de ese instrumento que
les ha de recordar la buena fe, el cumplimiento, la
responsabilidad y la entereza de unos viejos cuya palabra
valía más que una escritura.
Cuando un tiple suena, el alma tiene temple de virilidad
y las manos que lo rasgan son callosas y los ojos son
firmes y el gesto es resuelto y el amor es sincero.
Para que un tiple suene con su sabor de casta, es preciso que
esté respaldado por diez generaciones de hachas, que se
estremezca con el recuerdo del abuelo y que se conozca de
memoria todos los senderos de arriería, todas las fondas
camineras, las fatigas del trabajo y las alegrías y penas del amor.
El tiple que descansa en un clavo y recuesta su carga de
bambucos a la blanca pared de la casita campesina, tiene
nuestro mismo apellido y se sabe los nombres de nuestros
seres queridos. Cuando lo tomamos en las manos, nos
parece que acariciamos el cofre de la abuela; la trenza
sin pecado de una novia lejana que se peinaba con la misma
loción con que se peinan la yerbabuena y el tomillo; el rústico
bastón que servía a nuestro padre para apoyar su buena voluntad
y la paz de esas horas en las que Dios llenaba todos los rincones
del alma y la vida era simple y abierta como los corredores,
por donde se entraba el crepúsculo en busca de canciones.
En el tiple están los sueños de los hijos, la juguetona
inexperiencia de los nietos, la oración de la madre, el
retorno del hermano mayor, el canto de un río que se quedó
en la infancia, la copla del arriero, la madrugada de los surcos,
las noches que en Titiribí copaban los socavones para jugarse
al dado una constelación y las serenatas que servían de prólogo
a un nuevo hogar honrado, con manteles humildes, con pan en
abundancia y con la fe colgada como una hamaca entre el crucifijo y los maizales.
Tomado de: David Puerta Zuluaga, Los caminos del tiple, Bogotá, El Tiempo, 1985
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1 comentario:
Jorge Robledo Ortiz, gran poeta antioqueño. En muchas de sus poesías mencionaba los ancestros vascos de Antioquia, los campesinos y arrieros, tal como lo hicieron muchos de los de su generación, aquellos antioqueños de principio de siglo que tenían a Antioquia metida en su corazón.
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